Si tuviera que resumir la novela de Géraldine Dalban-Moreynas, Nadie se muere de amor, lo haría con la palabra infidelidad. Y no es un spoiler. Es el alma del libro.
Frases muy, muy cortas. Afiladas. Directas. Sin artificios. Para capítulos igual de escuetos. Rebeldes. Ilegales. Y dos protagonistas sin nombres. Sin rostros. Sin físico. De fondo, París porque, desde luego, si hay una ciudad en donde el amor se crea y se destruye, esa es la capital francesa. Así comienza Nadie se muere de amor, una historia que se relata como un partido de tenis, de personaje que golpea a otro que sube a la red. Dos personas a las que solo conocemos a través de sus sentimientos, los que, precisamente, pretenden controlar.
Nadie se muere de amor está ambientada, íntegramente, en París, como ya he dicho, con alguna que otra referencia a ciudades como Nueva York. Habla de dos vecinos cuyas vidas parecen más que estables: Él con mujer e hija. Ella a punto de casarse. El inicio es un poco caótico porque Géraldine Dalban-Moreynas te da la información justa. Es como si una gran tormenta de arena se estuviese fraguando, pero no sabes dónde. Lo poco que conocemos al inicio de la lectura es que a ella no le gustan los domingos (las parisinas son un poco así) y que él no deja de mirarla. Antes de que acabe el capítulo, sin embargo, ya sabes que estos dos pronombres van a colisionar.
Está confundida. Confusa. Intuye, de forma inconsciente. Pero no acaba de entenderlo. Todavía no.
En ese momento, estamos a 11 de noviembre. Las fechas son importantes. Las estaciones van pasando. Los meses con ellas. Y el ritmo temporal es muy relevante. Cómo comienza todo. Cómo acaba. El principio y el fin dentro de un calendario. Pero lo más reseñable no está sujeto a ningún orden cronológico: el deseo. Un deseo in crescendo que te atrapa en la trama. Cuándo y dónde es lo que te preguntas, porque el qué te lo puedes imaginar. Buscas y buscas, a través de las frases de Dalban-Moreynas, el momento exacto en el que se producirá ese desliz, mientras tu flirteas tú también con la historia.
El tono de Nadie muere de amor es bastante poético y, entonces, ocurre. Los lectores formamos parte del juego infiel que se está produciendo. Primero, porque disfrutamos de cada una de las radiografías del placer que Géraldine relata, las cuales no son tan físicas como podríamos imaginar, sino psicológicas, emocionales. Un intercambio que va más allá de una cama, que se produce en el campo magnético de él y de ella. Y me parece, personalmente, sublime que la autora consiga expandir esa tensión de la trama al lector con una facilidad apabullante.
Esa noche, sobre todo, sintieron que ya nada volvería a ser como antes. Que a partir de entonces avanzarían por la cuerda floja. Que bastaría un tropiezo para que los dos cayeran. Que era solo cuestión de tiempo.
He subrayado muchas frases y, ahora, con la lectura terminada, solo lo veo a él. O a ella. Quizás este libro me recuerde a alguien. ¿Qué pasa cuando todo nos confundimos con todos? Me ha sorprendido gratamente la resolución de este caso, que ni el mejor detective de nuestra literatura negra podría haber imaginado, no porque sea la conclusión que a mí me hubiese gustado, sino porque de una sencilla historia de infidelidad, Géraldine Dalban-Moreynas, ha creado también una historia de amor, dolor y pérdida con un inicio, nudo y desenlace y un plot twis en el que los personajes no evolucionan, sino que trascienden a otro plano. El choque de realidad es brutal.
Así que en resumen, Nadie se muere de amor de Géraldine Dalban-Moreynas es una obra llena de sentimientos e infidelidades, de los unos con los otros, en donde el lector acaba tan atrapado por la trama que todo puede ocurrir. Con un estilo de escritura muy marcado, lleno de frases y capítulos cortos, asistimos a una trama digna, sin duda, de un premio y de un best seller internacional. Un disfrute. Un placer muy parisino.
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