reseña del libro los días felices de samuel beckett

Samuel Beckett es un ensayista, poeta, novelista y dramaturgo del siglo XX, cuyas obras o te gustan o te disgustan, pero no se quedan nunca en un término medio en tu escala de apetencia literaria. Normalmente, al autor se le ha bautizado como un existencialista pesimista, pero estos términos resultan extraños cuando se encuentra mucha comedia y sentido del humor en sus escritos. Salvando las distancias temporales y literarias, esto me recuerda al joven galerista Álvaro Talarewitz y su iniciática obra que viene siendo considerada también de corte pesimista y que, leyendo Las estrellas que nos miran, se descubren más luces que sombras entre sus letras. Pero somos así, tenemos que poner etiquetas a nuestros escritores, y más si estos están ya consagrados. 

Hablaremos de Los días felices de Samuel Beckett, leída en una edición bilingüe de Cátedra.


BECKETTIANO COMO ADJETIVO CALIFICATIVO.

El adjetivo beckettiano existe y es utilizado incluso por quienes no han leído nunca a Beckett, sin embargo, yo creo que este término solo se entiende cuando se ha leído algo de él, lo que no es garantía alguna de que ello te capacite para expresar qué significa. Porque vaya usted a saber qué significa.

Beckett es representativo del modernismo, del surrealismo, del existencialismo, del post-modernismo, del nouveau roman y del teatro del absurdo, a la vez que no es representativo concretamente de ninguno de estos estilos. La obra de este personaje del siglo XX es la propia obra, sin más, con sus características inigualables.

Y, aunque quizás conozcamos a Samuel Beckett por Esperando a Godot, la pieza teatral de Los días felices me parece un gran ejemplo del término beckettiano y una gran oportunidad para desgranar los elementos más destacables de Beckett.


LOS DÍAS FELICES, LA SIMPLIFICACIÓN EN EL TEATRO.


Lo primero que llama la atención de la obra teatral Los días felices es la simplificación. El lector descubre un escenario con apenas unos pocos elementos y solo dos personajes. Uno de ellos, Winnie, está enterrado hasta la cintura. El otro, Willie, puede moverse libremente, pero siempre está como dormitando o enfrascado en la lectura de algún periódico o revista. El inicio me encanta: la mujer enterrada en el montículo duerme con la cabeza apoyada sobre los brazos y un timbre la despierta. En ese momento, ella actúa como si su situación fuese normal y empieza a prepararse para un nuevo día rezando, lavándose los dientes, peinándose... Además, llama a su día «divino». Y el lector o espectador, en virtud de si tenemos entre las manos la edición de Cátedra de Los días felices o estamos en un teatro viendo una representación, asiste a la primera metáfora de Samuel Beckett: ¿Por qué está Winnie enterrada hasta la cintura?

Sin muchos más elementos en escena, esto es lo más relevante. Pero si hay algo que le gusta a Samuel Beckett es no ser explícito. Este autor no te quiere dar ningún tipo de explicación, sino que te enfrenta a sus metáforas sin más pistas que las de tu propia imaginación. Por algo consideraba a la vida un silencio y a la obra de arte otro. Un silencio que él, desde luego, no va a romper. 


LA PIEDRA DE SÍSIFO Y EL ABURRIMIENTO.


Lo segundo que llama la atención de Los días felices es que los personajes están repitiendo constantemente las acciones, quizás por eso esta obra ha recibido más de una crítica agresiva considerándola aburrida y fatigosa. 

Winnie repite durante toda la obra que sus días son felices y, aunque con cada sonido del timbre Winnie tiene un poco más de tierra encima, se entrega a sus rutinas con verdadera devoción. Su pareja, Willie, también hace siempre lo mismo, y tienen una relación a caballo entre el amor y el odio. Pero se complementan. Uno no puede ser sin el otro dentro de la escena teatral. La verborrea de Winnie contrasta con el silencio rotundo de Willie, quien parece ignorarla constantemente, igual que el optimismo de Winnie choca frontalmente con lo que el espectador ve, o el lector lee, sobre una mujer que se encuentra inmóvil ante la vida.

Así pues, cada día hacen lo mismo, pero el tiempo no. El tiempo se está dedicando a desgastar los utensilios que Winnie usa para sus quehaceres diarios y a echar cada vez más tierra sobre su montículo. Cierta aprensión invade entonces al lector al descubrirse en esta escena. ¿Quién no se ha mirado de cintura para abajo al llegar a esta parte? ¿Quién no ha sentido correr un poquito de tierra entre las piernas ante la evidencia del paso del tiempo?


UN FINAL AMBIGUO, COMO NO PODÍA SER DE OTRA FORMA.


No hay más trama que la que te cuento, querido lector. Winnie habla sin parar, repite sus quehaceres diarios y Willie la ignora rotundamente en su posición de barbecho. Así van pasando las páginas de estos dos personajes. Winnie va recordando cosas de su vida con un discurso errático, recuerdos que el lector también atisba que va a perder y Willie... Nadie sabe qué hay dentro de la cabeza de Willie, hasta que llegamos al final.

En el acto II se resuelve la trama. No es una obra larga porque la verdad es que no da para más, aunque con ella te lleves mucho, así que no desistas. El personaje principal durante toda la obra es Winnie, por el dolor de cabeza que te entra con el parloteo constante de esta mujer, pero al final parece que el que lo acaba siendo es Willie, esa ameba que parecía no tener mucha relevancia en la historia. 

Y es que Willie se levanta, ¡por fin!, de su posición horizontal y llama a su mujer. Ella ya está enterrada hasta el cuello y se pone tan contenta que se anima a cantar. Entonces, él coge un revolver. 

Llegados a este punto, se pueden prever muchas cosas, pero no seré yo quien te las cuente, aunque si lo hiciese tampoco te haría spoiler porque la obra de Samuel Beckett, Los días felices, es bastante ambigua y más llegando a este final. De hecho, en ningún momento se nombra en el diálogo la existencia de este revolver, aunque el lector sí que identifica el objeto. El autor no quiso ser explícito con este punto y por ello la resolución puede, también, ser incierta. 


UNA DE LAS MEJORES OBRAS DE TEATRO EN UNA EDICIÓN MAGNÍFICA.


Quizás sea mi obsesión por lo absurdo, por las metáforas que no comparan una cosa con otra sino a uno mismo consigo mismo, o por los personajes atípicos, pero creo que Los días felices de Samuel Beckett es de las mejores obras teatrales que he leído. Y la he leído muchas veces y en todas saco una nueva sensación. Es tan simple, está tan desnuda, que cabe en ella tu propia piel. En la era en la que estamos sobresaturados de información, este tipo de creaciones tan desprovistas de todo son una fuente de inspiración impresionante. Y no puedo pasar por alto la excelente edición que Cátedra ha realizado, y con la que podemos disfrutar de la obra en versión original mientras leemos. 

Como diría Winnie: ¡Hoy va a ser un día feliz!

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